Yo soy Amy

ES DIFÍCIL especializarse en cine nigeriano. Con más razón cuando el país africano alimenta la mayor industria mundial después de Bollywood. No en repercusión financiera, pero sí en títulos. Desde las telenovelas precarias en DVD hasta el cine contemplativo de Jeta Amata, cuyo nombre de pila, insistimos, Jeta, venerado como un gurú en los festivales europeos, representa una tentadora equivalencia con la impostura de Amy Martin.

Es la creación de Carlos Mulas y señora. Quién sabe si el director de la Fundación Ideas para el Progreso -el progreso propio- eligió el alias inspirándose en Martin Amis. Y si la obstinación con que negó la fechoría aludía a la incomprensión del soldado Stirling, degradado como un lunático entre sus compañeros de batallón cuando les aseguraba que la Mula Francis hablaba y que era una fuente privilegiada de información.

Únicamente Stirling podía escuchar a la Mula al igual que solamente Mulas tenía el móvil de Amy, aunque este privilegio no fue suficiente para sospechar que la señora Martin era su propia esposa (¿?), de tal manera que el vodevil socialista degenera en un adulterio virtual que, sospechosamente, terminaba indemnizando al matrimonio Mulas.

Semejante y estrafalario episodio no sólo redunda en la cultura pujante del sobresueldo y en la nauseabunda fontanería con que se financian los partidos políticos. También introduce una inquietante moraleja con posdata a quienes nos dedicamos a opinar desde la ambición polifacética que ejercitaba el clan Mulas: agencias de rating, cine nigeriano, meditación, Mali, Mourinho, bosón de Higgs, Palestina...

Amy Martin nos ha hecho pasar vergüenza en el abismo de la identificación. Exactamente igual que nos abochornó la noticia de un fingido asesor de la ONU a quien han desenmascarado en Portugal como un tertuliano impostor que impartía doctrina económica e ideología política en los periódicos y en las televisiones.

Se llama Artur Baptista da Silva el falsificador, pero no importa tanto su nombre como el síntoma de una cultura opiniatra cuyos peligros de intoxicación reclaman a los periodistas el mismo ejercicio de transparencia, responsabilidad y honestidad que exigimos a nuestros políticos cuando invocamos la pureza de la democracia.